(Editorial) Megalofobia
La propuesta del impuesto para limitar la propiedad agrícola es solo una nueva expresión de una mala idea
Esta semana el ministro de Agricultura, Luis Ginnochio, ha vuelto a justificar la “necesidad” de limitar, vía un impuesto selectivo o una restricción directa, la extensión de las propiedades agrícolas en el país. Y lo ha hecho con palabras muy reveladoras: lo que se pretende con esta limitación, ha dicho, es “aparejar” “la aspiración empresarial a tener proyectos productivos” con “la disponibilidad de tierras para las diversas formas de propiedad”. Conscientemente o no, lo que el señor Ginnochio está diciendo es que, si la ley no interviene para limitar el tamaño de los latifundios, corremos el riesgo de satisfacer únicamente la aspiración de tener las formas de propiedad más productivas, a costa de perdernos de otras que lo son menos (concretamente, el minifundio). Debemos, pues, alegrarnos de que el Estado intervendrá para salvar nuestras formas de producción menos productivas.
Suena absurdo. Y lo es.
Decir que una empresa es más “productiva” que otra es decir que puede sacar más provecho a cada uno de los recursos con los que produce (por ejemplo, a cada parcela de tierra). En corto: que puede producir a menores costos y, por lo tanto, vender a menores precios. ¿Qué sentido puede tener entonces incentivar formas empresariales menos productivas a costa de otras que lo son más?
Quienes defienden el límite a la propiedad creen que el sentido está en posibilitar que puedan seguir en el negocio del campo las personas que no pueden costear la gran escala del latifundio y sus consiguientes ahorros de costos (al permitir, por ejemplo, justificar la compra de tecnología sofisticada y cara, o conseguir insumos en masa a precios menores). De esta forma, nos dicen, el campo se ve “democratizado”. Pero esto es un sinsentido: si lo que importa es que haya productores pequeños, todos deberíamos contratar pozos en lugar de redes de agua para alimentar nuestras cuadras. Eso, por lo visto, sería “democratizar” el negocio del agua en el Perú.
Desde luego, en realidad no se hace un favor a nadie forzando legalmente la subsistencia de empresas ineficientes. Ciertamente, no se beneficia a los propietarios de esas empresas. Después de todo, lo que tiene que pasar para que “desaparezca” un pequeño productor agrícola es que venda su tierra porque alguien le ofrece por ella más de lo que él puede hacer que esta le produzca. Impedir su venta para salvarlo es, pues, “salvarlo” de su propio interés y condenarlo a que su capital permanezca en un sector en donde el tamaño es cada vez más importante para la eficiencia y donde, por tanto, solo podrá lograr márgenes estrechos . No en vano el agro eminentemente minifundista que hemos tenido desde la reforma agraria ha producido una migración masiva a las ciudades.
Naturalmente, con una medida así también se perjudica a los consumidores – y sobre todo a los más pobres–. Lo que estos necesitan es que se pueda producir la mayor cantidad de alimentos a los menores precios, y no les importa un ápice si quienes pueden lograr estos costos son empresas grandes o pequeñas. ¿O es que acaso no están mucho más llenos los locales de Metro que las bodegas de nuestra ciudad?
Por lo demás, pese al sentir de nuestros muchos megalofóbicos, el tamaño no tiene por qué ser algo malo. De hecho, como sucede en el negocio agrícola, puede permitir reducir costos y, por lo tanto, satisfacer necesidades de quienes de otra forma no podrían cubrirlas. El problema no es, para decirlo en el lenguaje de los abogados, la “posición de dominio”, sino su abuso (los precios monopólicos). Y para ese abuso, cuando se da, existe Indecopi. Aunque no parece que en el mercado agrícola su intervención se pueda llegar a requerir: la casi inexistencia de aranceles hace muy difícil que un empresario agrícola pueda ponerse a cobrar precios monopólicos sin incentivar a que sus competidores internacionales vengan a aprovechar la oportunidad.
No nos dejemos engañar por quienes quieren inocular al Perú con el virus del enanismo. Los gigantes no son malos cuando los consumidores (es decir, todos) podemos transportarnos sobre sus hombros.
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