7 de septiembre de 2015

La Huerta

Serie: Relatos cortos (4/10)
Por Angel Manero

La Huerta

Uno de los grandes beneficios de vivir en el campo es que tienes espacio para todo. Tenías tu casa al pie de la chacra grande -que era del abuelo- y había un pequeño terreno sin aprovechar que fue utilizado anteriormente para criar cerdos, unos chanchos enormes que eran capados a temprana edad para evitar un olor desagradable en su carne. Se vendieron los cerdos y quedó un terreno fertilizado naturalmente.

En la chacra grande se cultivaba algodón y en rotación podía ir el maíz choclo, maíz morado o maíz amarillo, en algunos casos menestras o maní de corto periodo. El algodón marcó una época, cuando llegaba la cosecha todos participaban; tu abuelo los despertaba antes de las 5 a.m. y a esa hora el rocío de la mañana acababa por humedecer toda ropa que llevaban. Salir en grupo a cosechar era una actividad de camaradería; era un lujo ver a grandes cosechadores en acción; personas que podían recoger hasta cuatro quintales de algodón por día, es decir cuatro veces lo que tú recogías.

Deberás reconocer que eras uno de los peores cosechadores. El abuelo te compensaba dándote la tarea de llevar los pesos y obtener – sin usar calculadora –  lo que había que pagarle a cada trabajador.  Lo bueno de la agricultura es que da mucho empleo y en este caso la cosecha de algodón era uno de los principales ingresos del año en el vecindario. Los agricultores no se hacían ricos con las cosechas pero daba lo básico para vivir.

En marketing, un “océano azul” se da cuando no existen competidores y puedes navegar sin chocar. Encontraste tu océano azul en el cultivo de algodón, cuando viste que en Imperial había un local que compraba la pelusa  –restos sucios de algodón que se encontraban en el suelo de la plantación o eran descartados al momento de seleccionar el producto para su venta.  Solo era cuestión de salir a recoger y varios sacos vendidos te generaban un ingreso mayor al que ganaban los adultos por jornada de labor.

Al final de la cosecha, quemar los restos secos de la plantación era una oportunidad para la fogata y la posibilidad de asar choclos, camotes o tostar maní en las cenizas que quedaban. No hay mejor comida que la que se come cuando uno está con hambre, pero una experiencia culinaria se hace perdurable cuando se realiza en el mismo campo de cultivo.

Con parte del agua que salía de la chacra grande, habilitaron la huerta familiar. Encontraron un vendedor de semillas en el mercado de Imperial, en la Av. Ramos cerca a Dos de Mayo. Semillas de apio, poro, culantro, perejil, col, col china, coliflor, nabos, zanahorias, betarragas, lechugas, cebolla roja, cebolla china, pepinillos y calabazas estaban disponibles.  Era una maravilla poner una semilla y en 30 días tener un alimento listo para la cocina.

La huerta fue un éxito productivo. La abundancia llega, pero no necesariamente la abundancia económica. ¿Qué harían con 50 enormes apios o 50 coliflores? una familia consume muy poco por semana. A veces llevabas tus productos y se los ofrecías a los vendedores de verduras. Era interesante ver cómo los mercados son sensibles a la oferta, cuando hay muy poco producto te pagan bien y conforme aumentan los envíos te bajan los precios.   

La huerta, sin quererlo, te resultó un laboratorio para entender “en pequeño” todo lo que pasa “en grande” con la agricultura nacional. La elasticidad de la oferta y demanda, la negociación, la diversificación, el enfoque de mercado, la dedicación a los cultivos son asuntos que se entienden mejor si has sido parte de ellos.  Pero por sobre todas las cosas, la huerta te permitió conocer de cerca y a corta edad, esa maravilla de crear vida, de plantar semillas y trabajar para la cosecha, de experimentar lo que se siente cuando las cosas no salen bien y que no hay lamentación que valga.

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