Serie: Relatos cortos (4/10)
Por Angel Manero
La Huerta
Uno de los grandes beneficios de vivir en el campo es que
tienes espacio para todo. Tenías tu casa al pie de la chacra grande -que era
del abuelo- y había un pequeño terreno sin aprovechar que fue utilizado anteriormente para criar cerdos, unos chanchos enormes que eran capados a temprana edad para evitar
un olor desagradable en su carne. Se vendieron los cerdos y quedó un terreno
fertilizado naturalmente.
En la chacra grande se cultivaba algodón y en rotación podía ir el
maíz choclo, maíz morado o maíz amarillo, en algunos casos menestras o maní de
corto periodo. El algodón marcó una época, cuando llegaba la
cosecha todos participaban; tu abuelo los despertaba antes de las 5 a.m.
y a esa hora el rocío de la mañana acababa por humedecer toda ropa que
llevaban. Salir en grupo a cosechar era una actividad de camaradería; era un
lujo ver a grandes cosechadores en acción; personas que podían recoger hasta cuatro
quintales de algodón por día, es decir cuatro veces lo que tú recogías.
Deberás reconocer que eras uno de los peores cosechadores.
El abuelo te compensaba dándote la tarea de llevar los pesos y obtener – sin usar
calculadora – lo que había que pagarle a
cada trabajador. Lo bueno de la agricultura es que
da mucho empleo y en este caso la cosecha de algodón era uno de los principales
ingresos del año en el vecindario. Los agricultores no se hacían ricos con las
cosechas pero daba lo básico para vivir.
En marketing, un “océano azul” se da cuando no existen
competidores y puedes navegar sin chocar. Encontraste tu océano azul
en el cultivo de algodón, cuando viste que en Imperial había un local que
compraba la pelusa –restos sucios de algodón que se encontraban en el suelo de la plantación o eran descartados al momento de
seleccionar el producto para su venta. Solo era cuestión de salir a recoger y varios sacos vendidos te generaban un ingreso mayor al que ganaban los adultos por jornada de
labor.
Al final de la cosecha, quemar los restos secos de la plantación
era una oportunidad para la fogata y la posibilidad de asar choclos, camotes o
tostar maní en las cenizas que quedaban. No hay mejor comida que la que se come
cuando uno está con hambre, pero una experiencia culinaria se hace perdurable cuando
se realiza en el mismo campo de cultivo.
Con parte del agua que salía de la chacra grande, habilitaron
la huerta familiar. Encontraron un vendedor de semillas en el mercado de Imperial, en la Av. Ramos cerca a Dos de Mayo. Semillas de apio, poro, culantro, perejil, col, col china, coliflor,
nabos, zanahorias, betarragas, lechugas, cebolla roja, cebolla china, pepinillos
y calabazas estaban disponibles. Era una
maravilla poner una semilla y en 30 días tener un alimento listo para la cocina.
La huerta fue un éxito productivo. La abundancia llega, pero
no necesariamente la abundancia económica. ¿Qué harían con 50 enormes apios o 50 coliflores? una familia consume muy poco por semana. A veces llevabas tus productos y se
los ofrecías a los vendedores de verduras. Era interesante ver cómo los
mercados son sensibles a la oferta, cuando hay muy poco producto te pagan bien y
conforme aumentan los envíos te bajan los precios.
La huerta, sin quererlo, te resultó un laboratorio para entender
“en pequeño” todo lo que pasa “en grande” con la agricultura nacional. La
elasticidad de la oferta y demanda, la negociación, la diversificación, el enfoque de mercado, la dedicación
a los cultivos son asuntos que se entienden mejor si has sido parte de ellos. Pero por sobre todas las cosas, la huerta te
permitió conocer de cerca y a corta edad, esa maravilla de crear vida, de plantar
semillas y trabajar para la cosecha, de experimentar lo que se siente
cuando las cosas no salen bien y que no
hay lamentación que valga.
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