10 de agosto de 2011

Crónica: El café que la hoja de coca no pudo vencer

La República llegó hasta Alfredo Yucra, en el VRAE. Ahí, en sus tierras, conocimos su trabajo y recogimos su testimonio de cómo se hizo del premio al Mejor Café de Calidad del 2010. Descarga el dossier especial El otro Vrae, haciendo click aquí.

Texto: Richard Manrique / Fotos: Virgilio Grajeda
La República

En la víspera del viaje, Alfredo Yucra pasó la noche entre paredes de concreto, con un baño y una ducha a su disposición. Pero esta mañana, el agricultor que produce uno de los mejores cafés del país volverá a su casa de viejas maderas en las alturas del Valle de los Ríos Apurímac y Ene (VRAE), donde no hay agua potable ni desagüe. Y, ese cambio brusco de realidad, en algún momento del camino doblegará su rostro sonriente, sin que él se percate de ese detalle.

La noche anterior ya había dado muestra de ese choque de contrastes. Sentado en un restaurante del distrito de Santa Rosa, en el departamento de Ayacucho, en una de las zonas urbanas del VRAE, Alfredo endurece los gestos de su rostro y narra lo difícil de vivir en la pobreza, tentado por el dinero fácil del narcotráfico y azotado por el fantasma del terrorismo. Él también alguna vez sufrió esa tentación cuando la necesidad familiar lo obligaba, pero finalmente decidió aferrarse a sus plantones de café. El sabor amargo lo pasó con un sorbo de gaseosa.

Trepados en una camioneta todoterreno del municipio de Santa Rosa, iniciamos la pendiente hacia su chacra. El camino se abre paso en una trocha fangosa, entre árboles gigantescos, arbustos y tupida maleza. Aunque el cielo recién comienza a clarear, la realidad se topa nítida entre las ventanas: una feria de decenas de peones, en su mayoría jóvenes de ciudades aledañas, se ubica en la puerta del camino. Desde las tres de la mañana, muchos de ellos son llevados en camiones y camionetas para apañar hoja de coca.

Alfredo mira el río de jóvenes por la ventana de la camioneta y se rasca la cabeza, como reafirmando las historias que me contó un día antes y con ánimo de rebatirlas con su trabajo en el campo. En una hora llegaremos a su comunidad, donde nació hace 30 años y donde vive junto a su esposa y sus tres hijos.

Hasta aquí, nada haría pensar que para conocer el mejor café del VRAE, y del país, se tendría que viajar diez horas en bus desde Lima hasta Huamanga, en Ayacucho, y otras seis horas más en auto, sorteando un sinfín de cerros sobre tierra afirmada y fangosa hasta el distrito de Santa Rosa, en la provincia de La Mar.

“Esta es mi empresa”, dice el ganador del Mejor Café de Calidad del 2010, como si estuviera ante una fábrica de máquinas especializadas, cuando lo único que se observa es un universo verde de plantaciones de café, árboles madereros, pequeños cultivos de hojas de coca y sembríos de productos de panllevar. Pero lo cierto es que todavía no llegamos a su finca cafetalera, sino que apenas circundamos el inicio de su comunidad. Su chacra todavía queda lejos de aquí, cuesta arriba a cuatro horas a pie.

Su pueblo se llama San Cristóbal, el lugar más alejado del distrito de Santa Rosa, a unos 1.300 metros de altura. En su mayoría, las casas son de madera con techo de paja, distribuidas en las laderas de cerros boscosos, alrededor de una cancha de fulbito de tierra. Allí Alfredo salta de la camioneta y se pierde tras la puerta de lo que parece ser el centro comunal. Luego, su voz rechina en quechua en un altoparlante llamando a los pobladores a recibir a la visita.

El pueblo está deshabitado: son alrededor de 200 personas, pero muchos se han amanecido en un velorio, en la comunidad aledaña de Iribamba. Mientras van bajando las pocas personas que hay, el ex teniente gobernador del anexo y uno de sus fundadores, Ángel Domínguez, cuenta que la comunidad se fundó en 1978 y que le pusieron ese nombre en homenaje a la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga, confiando en que sus hijos se conviertan en profesionales. Pero lo cierto es que este pueblo, que habla quechua y español, solo tiene un colegio con tres aulas, con techo de calamina, donde no alcanzan los libros ni las pizarras, ni el alimento escolar para los 40 niños que allí estudian.

“Todavía nos han reducido el presupuesto: hasta el 2010 nos daban S/. 4.500 y ahora solo nos han dado S/. 1.400 al año”, reclama el director de la escuela, Carlos Rivera. La reducción del gasto público, como política de Alan García, aquí actuó como un insulto a la pobreza.

Han pasado 33 años desde la creación de San Cristóbal y hasta la fecha no cuenta con agua potable ni desagüe. Ni siquiera hay silos: hombres, mujeres y niños tienen que cavar huecos en las tierras para ocultar sus excretas; por eso su gente sufre de parásitos y malaria, y tampoco tienen posta médica.

Sin embargo, te invitan un café tan negro como su realidad, pero que tiene un sabor envidiable para el paladar extranjero. Aquí el café es el único sustento de la comunidad. El resto es una larga espera: S/. 450 mil para el sistema de agua y alcantarillado, S/. 100 mil de reparación colectiva por la violencia política y US$ 2.500 para potenciar la electrificación a base de dínamos, hecho por los mismos vecinos.

La finca de Alfredo queda en la punta de un cerro a 1.800 metros sobre el nivel del mar, y desde esa altura ni se distingue a su pueblo. La vista es panorámica, como captada desde un helicóptero que sobrevuela la selva y distingue los ríos Apurímac y Ene entrometiéndose entre cerros de bosques y parcelas de cultivo, separando Ayacucho y Cusco.

Más que caminar durante cuatro horas, el ejercicio consistió en escalar con la ayuda de una rama que usamos como báculo porque el camino no es definido y cada uno tiene que delinear el suyo, batallando con raíces, arroyos, árboles, arbustos y un sinfín de insectos.

Esta rutina de trabajo se parece más bien a la de un explorador, que a la de un cafetalero que cultiva un café exquisito. Al menos para mí, acostumbrado a la selva de cemento de Lima, el esfuerzo fue sobrehumano.

No tanto así para Virgilio Grajeda, nuestro reportero gráfico, quien con su cámara y sus lentes se adelantó al paso de Alfredo y su comitiva de vecinos que nos esperaban chacchando hoja de coca en una especie de meseta sin vegetación, mirando la vastedad del paisaje como si fueran los guardianes del VRAE.

Alfredo, esta vez con un ceñido polo celeste y una manta andina en la cintura, esperó este momento para hablar.

–Estas son mis plantas de café– dice nuestro anfitrión del campo señalando sus arbustos llenos de granos rojos y amarillos que aún faltan apañar.

–En Lima no lo van a creer, pero aquí trabajamos todos los días. Estamos aislados, muy lejos. Aquí no hay carreteras, no hay agua, ni ayuda para controlar las enfermedades que malogran el café.

–Yo sé que ya tengo que hacer el sembrío tecnificado para aumentar mi cultivo. Los agricultores también debemos contribuir, pero si los gobiernos ayudaran con su parte, sería más favorable para todos.

–Para qué sembrar hoja de coca. Después no habrá nada para la próxima generación. Yo tengo una idea muy distinta, de no envenenar la tierra con las fumigaciones de la hoja de coca.

–El VRAE está satanizado. En la televisión solo pasan noticias de terroristas y narcotráfico, pero aquí hay gente que no quiere eso.

Ahora son sus ojos los que resaltan en su rostro; la sonrisa la ha guardado para la despedida. Antes del viaje, la televisión de Lima informó la muerte de dos soldados en un enfrentamiento con narcoterroristas del VRAE, que incluye los departamentos de Ayacucho, Cusco y Junín.

Así, el mejor café del país batalla frente a frente con el narcotráfico y la ausencia del Estado: aquí todavía no se ha desarrollado un programa de erradicación y autoerradicación de hoja de coca y la pobreza supera el 70% en algunos distritos.

El Plan VRAE –iniciativa multisectorial con un presupuesto de S/. 700 millones– solo suena a belicismo para los agricultores. En esta situación, son pocos los que quieren cosechar los granos de café, porque se paga por jornal de entre S/. 30 y S/. 45, mientras los apañadores de hoja de coca ganan hasta S/. 150 diarios.

La historia se repite para todos los caficultores de lugar, de ahí que en San Cristóbal todavía se practique el ayni y la minka como forma de trabajo, esa costumbre ancestral de nuestros incas que demanda la ayuda fraternal, recíproca.

–Así nos ayudamos un poco, pero cuando la cosecha nos gana, igual contratamos peones, si no los granos se vuelven sobremaduros y secos –explica Alfredo, tras iniciar una caminata alrededor de su chacra, señalando las distintas variedades de café: Caturra amarilla, Caturra roja y la típica.

Seguir su paso firme es como pasar a un juego de equilibristas, pero hay que hacer el esfuerzo para escucharlo en lo que parece una clase de agronomía. Así uno se entera de enfermedades de nombres curiosos, como el “pie negro” y el “ojo de pollo”, que estropean hasta el 50% de la producción total, sin contar los daños que puede ocasionar una lluvia intensa.

Esto hace añicos sus casi tres hectáreas de café con algo más de 15 mil plantones, y una producción que vende a los intermediarios a S/. 9,50 el kilo. Una dura realidad que no se emparenta con el auge de las exportaciones de café y el aumento de los precios. En mayo, las exportaciones crecieron 72% y el valor en 56% de U$ 2,98 el kilo en el 2010 a U$ 4,66 kilo del 2011, y da para más.

Incluso, Alfredo ya no tiene el apoyo de la Cooperativa Agraria Cafetalera Valle del Río Apurímac: se retiró en calidad de socio porque dice que la asociación no tiene dinero y, además, no le entrega el trofeo que ganó el 2010. Si antes vendía el quintal (46 kilos) a US$ 120 a países como Estados Unidos, Alemania y Suiza, ahora vende su café a cualquier intermediario, en una transacción a ciegas.

–El próximo año aspiro a tener mi propia marca y vender mi café directamente a los exportadores–dice Alfredo, moviendo las hojas de coca que chaccha en su boca.

Son las dos de la tarde y está a punto de llover en las alturas del VRAE. Alfredo se dispone a cargar en la espalda un saco de 70 kilos de sus valiosos granos. Tiene el torso desnudo. Su hermano Rómulo también realiza esa proeza. Ambos se ponen de cuclillas y levantan los sacos como quien carga sacos de plumas, cuando en realidad pesa cada uno más que sus cuerpos. No se trata de una competencia, pero bien podría serla.

Desde que obtuvo el Premio Nacional de Café, su hermano no deja de contar que el premio le pertenece a toda la familia: a sus padres y a los siete hermanos. “Ya concursaré este año y seguramente ganaré, porque la muestra de Alfredo era de mi chacra”, me dirá después Rómulo, junto a su esposa. Todo empezó a inicios del nuevo milenio, cuando la familia regresó a sus tierras luego de huir de dos fuegos. Del ataque de Sendero Luminoso y del Ejército, en 1984.

El patriarca Julio Yucra Quispe nos contó en su casa de madera, rodeada de plantas de café, que él llegó desde la sierra ayacuchana de San Miguel en los 60 y que se convirtió en uno de los iniciadores del cultivo de café en San Cristóbal. De esos años recuerda que sus amigos agricultores tenían hasta 18 hectáreas, pero la violencia les arrebató todo. Hoy la mayoría de caficultores de la zona tiene entre 1 y 4 hectáreas.

En el proceso de retorno, Rómulo y su padre reactivaron las parcelas y sembraron otras variedades de café, mientras Alfredo se hallaba en Lima, ejerciendo el oficio de cocinero en un restaurante y un chifa del Callao. Allí se dedicó a la bebida, después de ver frustrado su sueño de convertirse en un marino, cuando se fracturó la clavícula en un accidente. Fue así que volvió al VRAE y su familia le otorgó unas parcelas, las mismas que ahora cosecha con una mayor producción.

De su lesión en la clavícula, al parecer no queda ni huella, porque Alfredo lleva el saco de café a la espalda, con los músculos y las venas de sus brazos a punto de estallar.

Esa misma actividad la hace de mayo a agosto durante la cosecha, llegando a trasladar entre ocho y diez sacos diarios. Y al parecer así de sonriente, como ahora que, a pesar de magullarse la espalda, sigue caminando con destreza, como si estuviera sobre un piso de concreto.

–¿Ahora en Lima te van a creer?– me dice, y se pierde entre la maleza.

Sepa más

Mientras Alfredo se sacrifica cultivando su café en una situación extrema, las exportaciones del grano crecieron 81% el primer semestre de este año, según la Junta Nacional del Café.

En el mismo periodo, se registraron pérdidas de 300 mil quintales de café pergamino por excesivas lluvias y escasez de mano de obra. Se perdieron S/. 150 millones.

La producción cayó en 5%, mientras Yucra pierde el 50%. Ello elevará la plaga de la broca y los costos. Y los cafetaleros no aprovecharán los buenos precios internacionales.

Datos

70 kilos pesa el saco de granos de café que transporta Alfredo en la espalda en medio de la selva.

9 soles con cincuenta céntimos es precio del kilo de café en grano, un valor muy inferior comparado con otras zonas cafetaleras.

150 soles diarios puede ganar un apañador de hoja de coca destinada al narcotráfico. Ello deja sin mano de obra al cafetalero que paga hasta S/. 45.

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