EDITORIAL - El Comercio
Domingo 25 de Abril del 2010
El alza del precio del azúcar preocupa por varias razones. En lo más inmediato porque, por tratarse de un producto básico, afecta directamente la canasta familiar y puede incidir en los índices de inflación.
Luego, porque pone en entredicho los mecanismos de regulación y control del mercado. Si bien se trata de un “commodity” en el mercado internacional, se sospecha de un posible oligopolio interno con una consecuente concertación de precios. Hay, además, dos temas que pueden afectar la disponibilidad del insumo: más de 200 mil sacos de azúcar de Andahuasi están imovilizados por un asunto judicial y Casa Grande, productora de hasta el 45% del azúcar, ha sufrido un siniestro que paralizará sus operaciones por lo menos dos semanas. El Gobierno ha iniciado conversaciones con los productores para asegurar la satisfacción de la demanda interna y evalúa declarar en emergencia el sector.
Llama la atención que en esta coyuntura no se haya recordado la historia de las haciendas azucareras, usurpadas a sus legítimos propietarios por la dictadura socialista del general Juan Velasco Alvarado. Hoy se privatizan haciendas con bombos y platillos sin que sus verdaderos dueños reciban un centavo. Y el Estado no da señal alguna de tratar de honrar esta deuda pendiente. Allí están los tristemente célebres “bonos de la reforma agraria” esperando ser cancelados desde hace más de 40 años.
La llamada reforma agraria fue un episodio nefasto que dinamitó la estructura empresarial del agro y generó un retroceso económico del que ha sido muy difícil salir. En nombre de un colectivismo caótico se empobreció a los campesinos a los que supuestamente se quería beneficiar, lo que generó una masiva migración del campo a las ciudades.
Es cierto, y no se puede negar, que existía una delicada coyuntura en la tenencia de tierras, abuso de algunos y la marginación de la propiedad de grandes sectores. Esto llevó a que en 1963, la junta militar de gobierno de Ricardo Pérez Godoy, Nicolás Lindley, Pedro Vargas Prada y Francisco Torres Matos promulgara la Ley de Bases para la Reforma Agraria. El reconocido político y periodista Pedro Beltrán había impulsado, tenazmente pero sin éxito, la idea de la “revolución verde”, al sostener que la tecnificación y ampliación de la frontera agrícola era la mejor manera para que los campesinos accedieran a la tenencia de tierras y las hicieran rentables. Para 1964, durante el primer gobierno de Acción Popular, el arquitecto Fernando Belaunde Terry promulgó la Ley de Reforma Agraria, que no incluía a las azucareras del norte y tuvo problemas para ser aplicada. El 24 de junio de 1969 la dictadura de Velasco perpetró el proceso como una burda y absurda confiscación.
Desde entonces, los sucesivos gobiernos no han dado indicios de querer saldar las cuentas pendientes con los expropiados de esa reforma, mientras las privatizaciones —algo a todas luces inmoral— de esas tierras reportan miles de millones de dólares de ingresos a un Estado que dispone de algo que no le pertenece.
Los ex hacendados siguen esperando que el Estado les pague por las fértiles y productivas tierras que les fueron usurpadas. En el gobierno de Valentín Paniagua, una comisión calculó en cerca de 11 mil millones de soles la deuda pendiente, y allí quedó el asunto. Los afectados han presentado denuncias que han llegado inclusive a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La democracia debe ser decente, el Estado de derecho no puede soslayar su responsabilidad ni negarse a reparar tamaña injusticia. El asunto de los expropiados de la reforma agraria es una prioridad que la agenda nacional tiene relegada.
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