(EL COMERCIO) Alrededor de los años 50, mi padre empezó a trabajar en una mina en la sierra de la Libertad. Conquistó la amistad del dueño, quien, paradójicamente, le recomendó no seguir en ese trabajo. “La gente muere joven, escupiendo sangre”, le dijo. Se convirtió en ebanista y trajo su familia a Chimbote, a los pocos meses de mi nacimiento en Salpo, un pueblo minero. Permítanme contarles mi experiencia en un pueblo minero como muchos en el Perú.
En 1958, a los 9 años, regresé a Salpo. En la Escuela 255 hice los tres últimos grados de estudios primarios. A los niños nos gustaba jugar en la Plaza de Armas, donde se situaba la escuela. De vez en cuando venía un camión y nos llevaba a la mina para transportar saquitos de mineral y colocarlos en el camión. Cada pesado saquito lo arrastrábamos entre tres o cuatro niños, de la mina al camión. Al final de la jornada nos daban pesetas para comprar sabrosos emparedados de queso o cachangas con miel. La experiencia me divertía y me sentía bien ganar algo para darme mis gustos.
En la escuela conocí a mi primo David. Un día, mi primo arreaba sus vacas por la falda del cerro. De repente sucedió algo sorprendente: ¡una de las vacas fue tragada por la tierra! En realidad, una de las vigas de la mina cedió y el suelo cayó en la mina, arrastrándose todo en su desbarranque. David tuvo derecho a llevarse la carne de su vaca accidentada. Nada más…
Cuando David terminó su primaria, una empresa minera lo convirtió en químico. Usaba reactivos para analizar el contenido de los minerales. Estos reactivos eran ácido sulfúrico, ácido clorhídrico, entre otros. David no tenía conocimiento de los riesgos que conllevaba su uso. Se quemó los dedos varias veces con gotas de ácido. Echaba los ácidos al desagüe, sin conocimiento de sus riesgos para el ambiente. Los ácidos terminaban en el agua de la quebrada, la que era bebida por la gente que vivía cuesta abajo.
El colmo sucedió cuando la empresa usó explosivos para construir otra mina y, como resultado, desapareció la fuente de agua (noria) que David tenía en su terreno. El afectado primo acudió al juez de paz para denunciar el hecho. Resultado: el juez no le hizo caso y la empresa lo despidió, por desleal…
Varios de nuestros compañeros eran hijos de mineros. Todos aceptaban que se iban a quedar huérfanos más temprano que los hijos de los agricultores. La silicosis arrasaba con los mineros adultos. Nosotros buscábamos consolar a nuestros compañeros huérfanos. Todos ellos partieron a Lima, Trujillo o Chimbote.
Sin trabajo, David abandonó su querido Salpo. Hoy trabaja en Lima, como tanto hombre andino que bajó por efecto de la gravedad, no de Newton sino de la situación económica. Cuando le pregunto sobre lo que piensa del proyecto Conga, ya podrán imaginar su respuesta.
Esa es la realidad que conocemos todos los andinos con más de cuarenta años. La mayoría no acepta la idea de que la minería puede ser diferente. El Estado, tan interesado en los impuestos, ha perdido la confianza del pueblo. Para recuperarla hace falta un amplio trabajo, el que incluye reestructurar el sistema nacional de ciencia y tecnología para enfrentar los requerimientos de agua que tiene la población, tanto andina como costeña.
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