(EL COMERCIO). Más de la mitad del Perú se ha declarado “libre de transgénicos”, por voluntad de las autoridades regionales y locales en sintonía con la población. La alcaldesa Susana Villarán ha liberado, también, a Lima del posible cultivo de las semillas de laboratorio. Todo esto en el supuesto de que eventualmente los lobbies surtieran efecto y estas llegaran a ingresar al país. Cosa que, por ahora, felizmente, parece poco probable.
Varias voces, desde chefs hasta líderes comunales, pasando por exportadores orgánicos, consumidores y conservacionistas, entre otros, han expresado su preocupación por la problemática económica, social y ambiental que suponen estos cultivos. Diversas encuestas muestran, además, que buena parte de la población está en desacuerdo con la posibilidad de que los organismos vivos genéticamente modificados, OVM, o transgénicos, inunden nuestros campos.
El doctor Ricardo Giesecke Sara-Lafosse, ministro del Ambiente, enfatiza la necesidad de una moratoria para evitar que nuestro país se convierta en un laboratorio de experimentación. En línea con la propuesta del Congreso, dice: “Quizá en cinco años habrá mayor evidencia científica de que efectivamente no existen problemas con los transgénicos, de tal manera que la ley se pueda levantar”.
El ministro del Ambiente está decidido a protegernos de estos productos que benefician –principal, sino únicamente– a la industria químico-farmaceútica que los produce. Como Giesecke, el ministro de Agricultura, Miguel Caillaux, tenía el asunto claro al principio de su gestión. Hoy, un latente conflicto de intereses lo debería obligar a ser cauto con las decisiones de su despacho, pues es accionista de una empresa vinculada a la importación y venta de semillas e insumos agrícolas.
Caillaux camina sobre la delgada línea que separa lo ético de lo que no lo es. Durante el gobierno aprista, el Ministerio de Agricultura fue, más o menos, el quiosco de los lobbistas de las transnacionales que pretenden atiborrarnos con sus alteradas semillas bajo la falsa premisa de erradicar el hambre. Ha caído mal, por eso, que Agricultura publique una norma para que el Instituto Nacional de Innovación Agraria (INIA) controle el ingreso de semillas importadas, verificando que no sean transgénicas.
La tarea le correspondería, más bien, a la cartera de Giesecke. A este físico de la UNI no lo van a convencer de que el hambre se acaba con los transgénicos. Sabido es –y lo sabe él– que en los países en desarrollo, como el nuestro, hasta 45% de la producción agrícola anual se pierde por falta de infraestructura de procesamiento y envase en las zonas de cultivo, sistemas deficientes de distribución, pésimo estado de los caminos y falta de transporte y almacenamiento adecuados, entre otros. Así, se pudren toneladas de frutas, cereales, tubérculos y alimentos de todo tipo antes de llegar a los mercados. No salen del ámbito de cultivo por las lluvias o simplemente porque se descompuso el viejo camión que debía transportarlos.
En resolver estos asuntos y ampliar la frontera agrícola, proteger la agrodiversidad nativa y promover los cultivos orgánicos para la creciente demanda internacional debe concentrarse el ministro Caillaux. Y no en evacuar normas que se superponen a las funciones del ministerio a cargo de un experto que, como Giesecke, prefiere esperar con cautela a que se demuestre, en otros rincones del planeta, que estos no contaminan suelos, ecosistemas y cultivos, ni impactan negativamente en la salud de las personas o el ambiente.
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