(LA REPUBLICA). Un artículo reciente en la revista Semana, de Colombia, informa que dos de los más prestigiosos “centros de pensamiento” (así los llaman, traduciendo casi literalmente lo de “Think Tank”) colombianos han llegado a conclusiones opuestas en el diagnóstico de la guerra contra las FARC, a partir, nada menos, de los mismos datos.
Mientras uno de los centros, Nuevo Arco Iris, sostiene que las Fuerzas Armadas colombianas “perdieron la iniciativa”, en tanto que las FARC se reorganizan, aumentan sus acciones y regresan a zonas que habían abandonado, el otro centro, Ideas para la Paz, sostiene lo opuesto: que la iniciativa sigue en manos de las Fuerzas Armadas colombianas y que la mayor intensidad en los combates se debe a su empuje y agresividad.
Esa paradoja diagnóstica no es del todo sorprendente. Es el concepto clausewitziano de la “niebla de la guerra” en acción. Mientras que en la guerra convencional, la “niebla” impide percibir con claridad la situación y el curso de una batalla, en la guerra irregular cubre con frecuencia el horizonte estratégico. ¿Se está ganando la guerra, se la está perdiendo? ¿Surgen datos contradictorios de la bruma, que se interpretan de acuerdo con las ideas, los conocimientos, prejuicios, temores y preferencias de cada cual, incluyendo a los expertos?
La neblina no solo afecta el diagnóstico sino también la acción y la estrategia (o, en el caso de quienes no pueden ordenarlas, la prescripción, el tratamiento).
Como se sabe, la contrainsurgencia es el conjunto de medidas con las que un Estado enfrenta una insurrección irregular. Y en ese ámbito hay diversas doctrinas que proponen estrategias diferentes: desde el aniquilamiento de los rebeldes y su base social, hasta la conversión de esa base social mediante acciones de buen gobierno y cercanía comunitaria.
La discusión entre la línea dura, punitiva; y la más suave, predicada en obras sociales, ocurre en casi todos los casos de insurrección irregular. Y aquí en el Perú, la todavía incipiente discusión sobre qué hacer en el VRAE, ya incluye varios ejemplos de ambas tendencias, además de otras sugerencias intermedias.
Varios oficiales de las Fuerzas Armadas con quienes he conversado últimamente sobre el tema, han insistido en la necesidad de llevar a cabo acciones sustantivas de desarrollo como método principal de lucha contra el Sendero del VRAE.
Las carreteras asfaltadas, me dijo uno, debieran ser el componente central de la estrategia. “Los campesinos van a poder sacar su producto a los mercados, les van a pagar mejor y los cultivos lícitos van a poder competir con la coca”. No solo eso, añadió. Cuando las fuerzas militares se concentren alrededor de las unidades de ingeniería militar que, de acuerdo con lo propuesto por el presidente Humala, se encargarán de construir o de asfaltar las carreteras de penetración al VRAE, los senderistas tendrán que salir a buscarlos –según sostiene el militar– para tratar de impedirles que socaven su influencia. Y es entonces, fuera del terreno que dominan, que será más fácil batirlos.
Parecida es la “estrategia de carreteras” que propone el ministro de Defensa, Daniel Mora.
En su último artículo semanal publicado en La República, el ex ministro del Interior, Fernando Rospigliosi, expresa un tajante desacuerdo con ese punto de vista:
En una típica expresión, Rospigliosi afirma que “la estrategia planteada por Mora es una necedad”. ¿Por qué? “Si se construye una carretera, un hospital o una escuela ¿alguno de esos criminales (los senderistas del VRAE)se va a convencer de las bondades del Estado y abandonar su actividad? Por supuesto que no”.
No solo ellos, sostiene Rospigliosi: “La población, de la cual una parte importante vive de la coca ilegal y el narcotráfico, tampoco se va a impresionar por la construcción de carreteras o escuelas”.
¿Cuál son entonces las acciones que Rospigliosi recomienda? “Lo que se requiere en el VRAE” escribe, “es inteligencia y fuerzas especiales adecuadamente entrenadas y equipadas, que golpeen con potencia letal a los terroristas y acaben con ellos”.
Las acciones de desarrollo, de ‘inclusión social’, “no van a hacer mella alguna en los senderistas, a los que hay que capturar o abatir”.
En forma simplificada, quizá simplista, esta es una versión renovada del debate fundamental entre perspectivas radicalmente diferentes de contrainsurgencia que hoy también se expresan en la discusión sobre cómo combatir al crimen organizado.
La versión dura sostiene que si el Estado captura o mata a un número mayor de insurgentes que la capacidad de reemplazo de éstos, eventualmente, por pura aritmética, la insurrección se debilitará y desangrará.
En la guerra de Vietnam, por ejemplo, primó el criterio del body count, el conteo de muertos como forma de determinar el progreso de la guerra. También se intentaron las doctrinas opuestas de contrainsurgencia, como las predicadas en acciones políticas, sociales y psicológicas que postuló sobre todo el general Edward Lansdale en los inicios de la intervención estadounidense (y que, luego de varias décadas inspirarían al general David Petraeus en su nueva versión de la doctrina contrainsurgente).
Pero, sobre todo durante el comando de Westmoreland en Vietnam, la guerra se midió por el número de cadáveres que producía cotidianamente. Fueron muchos: no menos de un millón de norvietnamitas contra 58 mil estadounidenses. Sin embargo, en ese como en otros casos, el desangre demográfico produjo el resultado opuesto.
Lo que demuestra la experiencia de contrainsurgencias bien manejadas, complementadas con la experiencia de la lucha contra el crimen y la inseguridad ciudadana, es que las medidas ‘suaves’ como la proximidad con el pueblo, las acciones de desarrollo con participación de la gente son mucho más exitosas que las fundamentalmente represivas.
De otro lado, sin embargo, las acciones comunitarias solo funcionan, dentro de una contrainsurgencia, cuando existe una capacidad de acción eficaz, pero focalizada para dominar y neutralizar a los cuadros dirigentes y los grupos armados insurgentes, criminales o las dos cosas.
Pero eso requiere un buen liderazgo civil y militar, muy buen entrenamiento y, sobre todo, limpieza, ausencia de corrupción.
Eso no se va a lograr de un día para el otro. Mientras se avanza en ello, lo que debería hacer el Estado, por elemental lógica, es preservar y mejorar lo poco que ahora funciona. Y no lo está haciendo.
El equipo de Constelación, basado en la Dirandro, que ha logrado varios éxitos notables en la lucha contra el crimen organizado (y además en el Huallaga), está –según informaciones confiables– a punto de ser desmantelado por este Gobierno.
Sería un error francamente estúpido hacerlo. Ya se ha metido la pata a fondo con el cambio del muy experimentado general Carlos Morán, a quien pasaron de la Dirandro al Callao. Si ahora se mutila la especializada capacidad operativa de la Dirandro (en especial a través de Constelación), el Gobierno se estará disparando a los pies. Es cierto que se puede mejorar la organización de ese grupo y disminuir la dependencia de los estadounidenses. La manera de hacerlo es muy simple: el Perú debe pagar lo que ahora pagan los gringos. No somos un Estado menesteroso, así que eso se puede hacer si se quiere.
Pero entre tanto, nada excusa poner en peligro una de las pocas cosas que funciona bien solo por la paranoia de un dirigente, los enredos de un asesor o el miedo de un funcionario de que las tempranas aperturas hacia la corrupción sean precozmente detectadas. (Gustavo Gorriti)
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