(EL COMERCIO). Llegó la hora del excluido. En el curso de las elecciones se produjo un consenso político, ganó quien más levantó esa bandera. Ya nadie acepta la exclusión social. No es poca cosa; se trata de revertir seis milenios de historia. La división social se inventó cuando nos mudamos de las cuevas a las urbes, que, paradójicamente, fue lo que hizo posible la civilización. Durante seis milenios, la humanidad ha estado dividida entre los de arriba y los de abajo. El primer paso, para ahora sí incluir a todos, consiste necesariamente en identificar a los excluidos.
Como guía para esta tarea, convendría repasar algunos cambios recientes. El primero fue un rebautizo: los “excluidos” de hoy serían los “explotados” de ayer.
El cambio de nombre no hizo desaparecer la pobreza, pero el rebautizo no fue pura retórica. Durante los milenios de civilización, la riqueza de los de arriba dependía directamente del sudor de los de abajo.
En el Perú, los ricos vivían de la agricultura y de la minería, y necesitaban una abundancia de trabajadores esclavos o semiesclavos. El segundo cambio fue una transformación demográfica: dos tercios del país se mudó del campo a la ciudad, donde la riqueza se crea en las fábricas, en el comercio, la banca y los servicios, y es producida no por la explotación humana sino por la tecnología moderna, el ingenio y la educación.
Además, sin esperar a los políticos, gran parte de los ex explotados del campo se autoincluyó en la ola productiva moderna de las ciudades, construyendo casas, creando trabajos, y consiguiendo agua y luz.
El 90% de la población urbana hoy tiene agua en su casa o edificio, el 99% tiene luz, y el viejo reclamo en contra del trabajo esclavo, se convirtió en un reclamo por la falta de empleo.
Pero la tarea no ha sido completada. Diez por ciento de las familias sigue en pobreza extrema, especialmente en el campo, donde la penuria más tiene que ver con el aislamiento y el abandono por el Estado que con la explotación.
Padecen desnutrición y poca atención de salud. Ciertamente, algo empiezan a participar: la mitad de los pobres extremos cuenta con electricidad, un tercio con teléfono e incluso 13% con DVD, y además los presupuestos de los gobiernos locales se han multiplicado.
No obstante, en el Perú ha desaparecido la tolerancia con la desigualdad extrema, y también el pretexto de una imposibilidad presupuestal para proveer de servicios a toda la población.
Estamos en la hora de completar la tarea.
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